Hay quienes entre nosotros tienen una opinión zumbona del pueblo nuestro. “Ni agradece favores, ni guarda rencores” se dice con frecuencia, cuando se le quiere menospreciar. Siempre he sostenido que esa aseveración es malvada, injusta, que sólo se explica porque los sectores y facciones que han trabajado en secreto por su hundimiento quieren apartar obligaciones y sacrificios a su favor, a pesar de que saben que ha tenido que vivir entre sus trampas y añagazas.
Pienso que una de las mil maneras de apreciar las dimensiones de Juan Bosch fue la admiración cariñosa que siempre tuvo por el pueblo. No cesaba en resaltar su inteligencia; exaltar su intuición colectiva, su solidaridad y su capacidad para asumir retos dramáticos. Y es que cuando uno se dedica a examinar los hechos de su pasado reciente se encuentra con que los errores, extravíos y maldades que han producido tantos daños y deformaciones del Ser nacional, se anidaron en los planos superiores del mando social, económico y político. No ha sido el pueblo responsable de las caídas que se le han impuesto.
Aún así, cuando ha tenido que elegir lo ha hecho bien. Aunque, preciso es reconocerlo, se le ha sabido mover a error y se le ha visto confundido y hacer selecciones desastrosas de gobernantes inconcebibles. Fue en ocasión de desalientos generalizados cuando se propuso una nueva organización política como un camino aconsejable para guiar la regeneración nacional. Se pensó en la liberación del pueblo bajo un profundo convencimiento de una figura nacional irrepetible de que regenerar era la forma más brillante de liberar.
Si se someten a análisis los móviles para labrar un partido político nuevo, se verá que la verdadera motivación descansaba más en la ética que en la ideología. Ese partido, cuya aparición fuera objeto de burlas precipitadas, muy miopes, era en realidad una inflexión moral de alguien que procedía del litoral del desencanto total, que le llevaba a abandonar una legendaria organización política que había perdido la mística y parecía decidida a llegar al poder, fuere cual fuere el precio a pagar.
A no pocos les pareció chocante e ilusorio hacer confluir tal idealismo con la aprobación del pueblo. Había mucho pesimismo en cuanto a las posibilidades de la regeneración ética. Quizá fue para vencer ese escepticismo público que se asumieron con mayor intensidad objetivos ideológicos, tan dadores de prestigio entonces. He seguido convencido, no obstante, de que la fortaleza de lo pretendido por Juan Bosch hacia la excelencia ética de lo que vendría, resultaba una motivación esencial y poderosa de aquel fenómeno político que surgía.
El PLD nació, pues, del pensamiento de ese hombre excepcional que lo propuso como un proyecto ideal para el cambio sustancial de la cosa pública y dar vigencia a hábitos de mando tan rectos como desconocidos. El pueblo oyó paulatinamente al soñador que, acompañado de un grupo de jóvenes, fueron dando cuerpo a la formación política. Se fue convenciendo el pueblo de que, al fin, habría algo diferente en la lucha política.
Para evaluar su reacción basta examinar las estadísticas electorales a partir del año 1978 y comprobar el curso del apoyo público, que se multiplicaría por diez en su segunda experiencia electoral, y luego, se fue duplicando hasta llegar a verdaderas exhibiciones de poder plebiscitario.
Desde luego, no es mi propósito hacer la descripción, por ahora, de esa ascensión prodigiosa del respaldo del pueblo al sueño de Juan Bosch. Deseo retener solamente que el leitmotiv de que se trataba de algo diferente residió en la convicción pública de que habría que hacer cosas distintas.
Cuatro de esas pruebas electorales se reputan como admirables aplicaciones de la sabiduría del pueblo a la hora de escoger: 1996, 2004, 2006 y 2008. En tres de ellas hubo una candidatura sorprendente que, proviniendo del conocimiento y la cultura del libro, tendría que enfrentarse a las complejas tareas del Estado. No haber sufrido desgaste es sólo una prueba de la medida perseverante de la esperanza pública.
Ahora bien, todos esos triunfos sucesivos han entrañado horas de poder, ya prolongadas, y esto plantea riesgos a cargo de las estructuras de administración que se desarrollan.
Esa es una coyuntura temible, pues con frecuencia envanece a los responsables de los distintos planos de dirección pública. Les hace olvidar el origen profundo de su preferencia, así como la naturaleza y las dimensiones de sus obligaciones para con el pueblo.
He ido inquietándome gradualmente con el curso del comportamiento de la organización política de Juan Bosch, hecha poder reiteradamente. Me preocupa advertir que están apareciendo rasgos deslucidos que podrían arrimarle a un colapso de muchas de sus magníficas energías frente a una fe pública que podría terminar por reducirse. Me temo que el apego y la confianza del pueblo no sean indefinidos. He decidido expresarlo públicamente porque me duele sólo pensar en ello. Quizá buscando prevenir decepciones inmerecidas.
El asunto se puede resumir en esto: en la medida en que el PLD deje de ser algo diferente, al menos que así lo perciba el pueblo, mayor será el peligro de la fatiga popular.
El desencanto no se haría esperar si llegare a convencerse de que se han perdido los términos referenciales de la diferencia. Bosch murió siendo el palio para poder gozar de la seguridad colectiva de que eran algo de excepción. Obrar en el poder sin la mística que aquel coloso lograra establecer, es lo que más se parece al suicidio político en plazo imprevisible.
El apego y el apoyo pueden desaparecer cuando menos se espere y de la forma más sorprendente. El referente moral de un Bosch ido podría eventualmente presionar, consciente o inconscientemente, en el respaldo del pueblo. Lo estoy presintiendo con serio pesar.
Por cosas como esas he estado advirtiendo sobre temas de gobierno tales como la explotación del oro de los sulfuros. Ésta fue concedida en forma atolondrada por una administración de gobierno díscola. Respetar la continuidad del Estado en una cosa así, exige mucha cautela.
Tener memoria de cuáles fueron los desvelos del ilustre muerto acerca de lo que esa delicada fortuna no renovable significa para el país. Peor aún, ahora cuando se está en presencia de daños ambientales letales y eternos. Tan previsibles que ninguna de las empresas beneficiarias de la concesión ha consentido asumirlos como riesgos de la explotación.
Por otra parte, el partido de Juan Bosch tiene que mantenerse vigilante en esa cuestión de las concesiones de obras públicas. Algunas de ellas que fueran ignominiosas maniobras de la pasada administración, donde los presupuestos permanecen abiertos, imprevisibles y existe un pecaminoso mecanismo de repago. Evitar que el Estado pueda tener compromisos financieros latentes que, a la larga, desvirtuaren la idea de lo que es verdaderamente una concesión.
Repetir tales prácticas es decididamente contraproducente. En fin, me atrevo a pensar que en estos momentos el lema del Partido de la Liberación Dominicana bien podría invertirse como para decir con el puño en alto: “Servir al pueblo para servir al partido. Juan Bosch vive”. Es alerta de amigo. Ninguna otra cosa.
http://www.listin.com.do/app/article.aspx?id=86027
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