Editorial Listín Diario.
En estos días, los jueces del país están en la mira de una sociedad que ya comienza a resentirse de las amplias “garantías” que dispensa a los delincuentes el actual Código Procesal Penal.
El propio presidente de la Suprema Corte de Justicia les ha hecho un oportuno llamado para que sean cuidadosos en sus juicios y que sus dictámenes sean concordantes con lo que establecen la Constitución y las leyes.
Es el mensaje correcto. Pero resulta que en presencia de un código demasiado laxo un juez que está procesando a un inculpado sobre cuya conducta frente a la ley o de su patrimonio recaen fuertes y justificadas sospechas, las alternativas penales o coercitivas son pocas: o una prisión preventiva, o lo despacha a la casa con una garantía económica o con una medida cautelar.
Si bien hay que ajustar las sentencias a las leyes y a la Constitución, no es menos cierto que si todos los jueces son moralmente íntegros, lúcidos en el discernimiento, estas cualidades valen mil veces más que las propias normas que ellos están llamados a observar y aplicar, y son las auténticas garantías de una justicia equitativa y justa.
Un juez sin moral, sin frenos para la lenidad, para el chantaje o para la búsqueda de “coimas”, tiene en este Código puertas abiertas -totalmente legales- para sentenciar a su mejor parecer, lavándose las manos como Pilatos frente al pedido de juicio contra Jesuscristo.
Hay una variedad de casos, que rayan en lo escandaloso, que obligan a la opinión pública a no quitar los focos de su atención sobre el proceder de nuestros magistrados.
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