Silvio Herasme Peña
Mucho antes de la ocupación haitiana de 1822, encabezada por Boyer, el pueblo que habitaba para entonces toda la parte Este de la isla de Santo Domingo, confrontó dilemas y desafíos que no fueron común en otras latitudes del continente.
En el pueblo de lo que sería a partir de 1844 la República Dominicana, nacida del tacto y el amor a sus semejantes de Juan Pablo Duarte y sus compañeros de la sociedad secreta La Trinitaria, se daban toda clase de absurdos.
El abandono de España de esta colonia muy a principios de lo que sería reconocido como “la conquista de América”, determinó que aquí -afortunadamente- se produjera un fenómeno inusitado de relaciones entre esclavos y esclavistas.
Un amigo afirma que la pobreza fulminó las barreras sociales entre una clase y la otra creando un pueblo con sentimientos nuevos que no daba especial atención a las diferencias raciales. El cuarterón emergió entonces como la etnia dominante de la sociedad.
Pero siempre quedó una matriz de moral en el pueblo llano que se convirtió con el paso del tiempo en la cultura ciudadana de este país. Es cierto que Santana exilió a Duarte y que Lilís, ayudante leal de Luperón, se convirtió en su verdugo en algún momento cuando lo engañó para que aspirara a la presidencia.
Lilís se arrepiente y toma un vapor para rescatar en la islita de Saint Thomas a quien fue su mentor y gran adalid de la Restauración de la República. Pese a todas esas iniquidades que tanto tormento crearon en el gobierno de la Restauración, siempre se mantuvo el principio del respeto a la palabra y a la moralidad pública.
Ello explica la frase que se le atribuye al presidente Espaillat en el sentido de que el país necesitaba una dictadura de “los maestros de escuela”.
Escuela nos faltó entonces, y escuela nos falta aún hoy pese a que usted se halla con edificios escolares y con personas que tienen un cargo de maestro por doquier, pero escuela propiamente aún hoy es una carencia lastimosa entre nosotros.
La escuela de los hogares está en crisis si vemos la diversidad de delitos que se producen aquí; así como también la carencia de la escuela pública y esa tan decisiva que es la escuela de la conducta pública.
La del sacerdote que orienta y la del profesional de distintas disciplicinas que cuidan su ética y promueven sus valores.
Por eso es tan doloroso y nos entristece hasta los huesos la declaración del titular de las Fuerzas Armadas, mayor general Peña Antonio, en el sentido de que hay cuatro oficiales superiores detenidos acusados de intentar asesinar al jefe de la Policía y al presidente de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD).
¿Altos oficiales militares y policiales dispuestos a ejecutar una sentencia anunciada por el narcotraficante boricua Figueroa Agosto contra esos funcionarios? En realidad muchos creíamos -cuando oímos la amenaza del boricua- que se trataba simplemente de una balandronada, de un chiste propio de un individuo que se sentía acosado y que daba “la última patada del ahogado”.
Dice el general Peña Antonio que los oficiales detenidos serían sometidos a la Justicia “en caso de que se determine que estaban involucrados en los planes” contra la vida de los dos jefes mencionados.
Peña Antonio parece no estar convencido de la culpabilidad de los detenidos, pero esa ha sido siempre una puerta trasera por donde se escapan los culpables a quienes se quiere favorecer.
Para que esos militares y policías se escapen de esa investigación sus jefes tienen que convencer a la opinion pública de que su absolución es el fruto de una verdadera investigación imparcial. De lo contrario el país quedará más confundido y volveremos a los tiempos de “Concho Primo”, cuando el favoritismo sustituye la racionalidad y la decencia públicas.
El principio de la “tolerancia cero” contra el narco y sus sicarios debe ser el numen de una política de decencia que rescate al país de estas alimañas que operan como contrafuertes en nuestra aspiración legítima de alcanzar una sociedad realmente “decente”.
Y no sólo contra estos militares bajo investigación, sino también contra la “ganga” de la DNCD en Samaná, en Santo Domingo Norte, los de la MdeG de Paya y los de Boca Chica.
Esa peligrosa alianza de militares y drogas tiene que ser extirpada si es que queremos “batir alas” contra esa abominable iniquidad.
Esos males ancestrales deben ser superados; nuestra arritmia histórica merece la acción de un bisturí diestro, y la nueva moral –si así quiere llamarse- debe ser impuesta, antes de que “se hunda la isla”.
El país no sólo merece esa corrección, sino que la necesita desesperadamente.
http://www2.listindiario.com/puntos-de-vista/2010/7/24/151948/Drogas-y-militares-formula-fatal
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