viernes, 16 de julio de 2010

La difícil lucha

Marino Vinicio Castillo R.
Santo Domingo

No otra cosa es. Por ello es necesario permanecer muy atento a las causas que determinan esa lucha difícil, crucial, en términos tales, que se siente trepidar al Estado mismo ante “las pisadas de animal grande” del crimen.

Pienso mucho en ello. A veces lo tomo como pasatiempo mental para menguar los posibles temores que acarrea el riesgo de enfrentarle.

Fueron múltiples los medios del crimen para alcanzar los niveles de su alevosa y progresiva presencia.

Su toma de espacios, sistemática y siniestra, es de toda evidencia. Hay alarma social generalizada, como nunca antes. Abisma pensar que degenere en rendición.

Si fuera a describir las causas retendría la geografía como la plataforma básica y esencial para el nefasto auge de ese desastre.

Situados donde estamos, en el paso mismo de la droga cuando va y de las riquezas que regresan, hubiésemos tenido que contar con un Estado organizado y fuerte para poder rebotar ese infernal comercio.

Un Estado dotado de severas y buenas leyes, servido por la rectitud y abnegación de los responsables de su aplicación. Eso hubiese bastado para mantener a raya ese engendro.

Un Estado próspero, justo, empeñados sus servidores solo en atender al bien común. En guerra abierta contra la pobreza y sus azotes de exclusión social y de deshumanizado descuido por las agonías del prójimo.

Un Estado que hubiera resultado blindado ante las sombrías y engañosas insinuaciones y tentaciones de las riquezas fáciles, inconcebibles, ayunas de frentes sudorosas. Riquezas que parecen humillar al trabajo como mérito paradigmático.

Ese Estado no lo hemos tenido. Al contrario, desatada la tormenta de los vicios desquiciantes de la década de los sesenta, a escala mundial, nuestro acontecer público se fue corrompiendo y desintegrando. Se convirtió en noria generadora de desechos y escorias, en todos los planos y resquicios de la gobernanza, entendida ésta como el complejo aparato de control y dominio del poder político y los poderes fácticos, mancomunados para las peores acciones y omisiones.

Claro está, hemos tenido que lidiar con una historia hosca y traumática.

Pasamos de un tercio de siglo de rigor indescriptible y de una organización mecánica del Estado, condicionada por un pavor difuso, a una estructura febricitante de libertades y derechos, que a manera de lava se desprendía de aquel volcán de pasiones, de intereses y rencores.

En medio del drama de la guerra fría, la rebeldía de aguerridas juventudes nuestras buscaba revertir por la violencia aquel desastre que se sentía ya en agresivo curso.

Perdía con ello energías vitales el pueblo, porque la ideología radicalizó en demasía y la visión tubular de los trastornos sociales y políticos quedaron confinados en la utopía. Esta colapsó, ya lo sabemos. Se acrecentaron los resentimientos en medio de una nostalgia tristemente beligerante y frustratoria.

Para colmo, en aquel tiempo las voces más sabias de los altos exponentes del pensamiento y el liderato político solo resultaban oídas a medias.

Todo aquello asumió las características de un inmanejable maremágnum, y cuando se pensó que podría ser racionalizado y llevado por el cauce de la tolerancia democrática no se pudo evitar el malogramiento del primer ensayo, que era una meta clara de un estado de derecho, de libertades no perecederas.

Fue ahí cuando estallaron las violencias peores, golpe de estado, guerra civil, intervención extranjera, caos, miedos sociales sorprendentes y una abominable proclividad a los peores desencuentros.

Además, de paso se llevaron las patas de aquellos tropeles anti-institucionales la pureza última del pensamiento político nuestro y el idealismo fue fusilado en las montañas. Aprendimos así amargamente que la barbarie no era obra exclusiva del despotismo conocido hasta entonces.

El Estado nuestro así estremecido no podía prodigar un entorno nacional atractivo, mucho menos apacible. La fuga de muchas energías sanas y generosas del pueblo nuestro fue indetenible y eso contribuyó a hacernos vulnerables, guiados por los propósitos de dominio y control del crimen organizado.

Se vio cómo el Hábeas Corpus puro, que se pusiera en práctica ante las persecuciones de conciencia, se trasegó silenciosamente a favor del crimen organizado como parapeto.

La trama siniestra y transnacional identificó la importancia estratégica de esta tierra en el centro del Caribe y fue desarrollando programas de infiltración venenosa, tan vasta, que llegó en el principio del presente siglo a ocupar posiciones indefinibles de poder en todos y cada uno de los estamentos de la República.

Para ingenuo consuelo nuestro se nos podría decir que la lucha difícil de que se habla no es solo nuestra, pues aún en naciones de alto desarrollo y de tradiciones y culturas esclarecidas ya se están sintiendo también “las pisadas de animal grande” del crimen.

Decirnos, por ejemplo, que sus leyes y sus prácticas tan notables que les han servido por siglos para impulsar el orden jurídico de una gran parte del mundo, están crujiendo, vacilantes, atemorizadas, casi al límite de llevarles a confesar a esas rancias sociedades del saber y la cultura, que no saben qué hacer ante el crimen organizado. Que esas sociedades están casi al admitir que el crimen ha sabido ser más veloz, más práctico, más eficiente, más agresivo para organizar y dirigir sus mecanismos de toma de espacios, pudriendo propiamente los tejidos de sus gobernanzas, reputadas como prestigiosas expresiones civilizatorias. Decirnos que se comprometieron tanto en la defensa de los derechos humanos tan prodigiosos como conquista, que ahora el desorden criminal busca sus garantías para desestabilizarles.

En fin, lo cierto es que la lucha es difícil. Lo peor que tiene es la invisible omnipresencia del enemigo.

Esto asusta y corrompe a muchos. Desorienta y debilita la resistencia. Todo ello como premio al crimen, que tiene ya motivos sobrados de considerarse, si no invicto, inalcanzable.

Queda como inequívoco, en suma, que el crimen ha comenzado a abandonar su comportamiento insidioso, pausado y silente, para exhibirlo descarnado y violento. Y es una lástima que tantos dispositivos de la sociedad que estarían en condiciones de participar en su asedio hayan preferido el camino más cómodo de descalificar alegremente a todos aquellos que se decidieren a perseguirlo y contenerle.

http://www2.listindiario.com/puntos-de-vista/2010/7/14/150517/La-dificil-lucha

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