Los escándalos se han sucedido uno detrás del otro, sin descanso. El peor de ellos ha sido la forma en que la clase política, que tiene la obligación de representar al pueblo, se ha burlado tanto de su deber como de los reclamos ciudadanos sobre el derrotero que ha seguido la segunda lectura.
Nassef Perdomo CorderoNo es un secreto para nadie que ha sido extraordinariamente controversial el proceso de segunda lectura y aprobación de los artículos de la Constitución que se nos echa encima. Los escándalos se han sucedido uno detrás del otro, sin descanso. El peor de ellos ha sido la forma en que la clase política, que tiene la obligación de representar al pueblo, se ha burlado tanto de su deber como de los reclamos ciudadanos sobre el derrotero que ha seguido la segunda lectura.
Tampoco es secreto que la debacle empezó con la firma de un segundo acuerdo entre Leonel Fernández y Miguel Vargas Maldonado, acuerdo en el cual echaron por tierra muchos de los logros de la primera lectura. Esto con el único fin de acomodar a sus intereses la estructura y reglas del sistema político dominicano. El viraje ha sido tal, y tan brusco, que algunos asambleístas han hecho público el creciente descontento entre sus pares.
El parteaguas del descontento ciudadano fue la reducción de trece a tres de los derechos colectivos y difusos, hecha bajo el argumento falso (esto lo discutiré en otro artículo) de que todos ellos están presentes en otras partes del texto aprobado. Es decir, nos vienen con la historia de que lo que motivó la reducción de la cantidad de derechos fue la preocupación de la clase política por la corrección técnica de la Constitución.
Ahora bien, han sido dos los hechos que han servido de detonantes de un alud de expresiones de insatisfacción: la limitación del derecho de acceso a las playas (también lo niegan y es asunto de un artículo donde pueda dedicarle más espacio) y la detección de fraude en el voto de los asambleístas. Luego de que se comprobaran estas cosas las protestas ciudadanas se elevaron por los cielos y no ha habido formas de acallarlas.
Aunque algunas voces asambleístas han reaccionado con cautela y prudencia (es el caso del vicepresidente de la Asamblea, que ha propuesto modificar algunas de las decisiones que cuentan con mayor rechazo, y las asambleístas oficialistas Minou Tavárez Mirabal e Isabel Bonilla, entre otros), la clase política ha reaccionado con furia frente a los cuestionamientos ciudadanos.
En vez de escuchar a la ciudadanía se han dedicado a atacar a los mensajeros del descontento. Han llamado “grupúsculos” “sin legitimidad” a quienes reclaman una Constitución justa, han llamado mentirosos y manipuladores a quienes presentan argumentos razonados contra los cambios que hoy se producen. Llaman “alharaca” al ejercicio del derecho legítimo a hacernos oír.
Han llegado al punto de que en plena sesión de la Asamblea, en la supuesta casa de la democracia, el presidente de la misma llegó a afirmar que el poder en realidad descansa en los asambleístas y que los ciudadanos no tienen derecho a reclamar más, lo que fue contestado por el también asambleísta Pelegrín Castillo, quien defendió la autoridad del pueblo dominicano sobre la Asamblea Nacional.
Dice mucho del estado del sistema de representación política en el país que los mismos que se reúnen en sus oficinas con representantes de los poderes fácticos –ocasiones que celebran con fotografías en las que no pueden esconder sus sonrisas nerviosas- sean quienes les resten calidad a los ciudadanos para protestar.
Es difícil y doloroso ver cómo quienes están supuestos a representarnos no quieren ni siquiera reconocer nuestro derecho a ser escuchados. Actúan como si pudieran escoger a quién representan según su conveniencia, como si los derechos ciudadanos se limitaran a votar por ellos y luego callarnos la boca. Por eso llevan a cabo la reforma de manera atropellada y atropellante.
Se equivocan. Cada ciudadano está legitimado para alzar su voz por sí mismo. Para ejercer nuestros derechos no tenemos que pedirle permiso a nadie, porque la condición ciudadana es propia y permanente y no delegada y contingente como la de representante del pueblo.
El interés por el ataque a los ciudadanos no les ha permitido concentrarse en la defensa de sus ideas. La democracia se construye sobre la base de la discusión de las ideas.
Así que tengo una propuesta: si están tan seguros de que las posiciones ajenas son pura “alharaca” y de que sus argumentos son más poderosos y razonables, los emplazo a un debate.
Discutamos en un ámbito público y publicitado los méritos y deméritos de esta reforma y su segunda lectura. Estoy dispuesto –deseoso— de participar en él contra quien sea. Lo único que requiero es igualdad de condiciones –de tiempo, de personas y situaciones-.
Los medios están y los manejan los representantes del pueblo. Cualquier institución pública puede aportarlos. No será costoso y sí muy beneficioso para el proceso democrático.
Durante el mismo veremos quién tiene razones y quién hace “alharaca”.
Espero respuesta.
http://www.clavedigital.com/App_Pages/Opinion/Firmas.aspx?Id_Articulo=15892
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